Amanecía el primer día de 2014 en la Subbética cordobesa bajo una lluvia fina. Muy cerquita de las aulas acristaladas donde, por primera vez, escuché recitar a los poetas sagrados, rememoré aquellos versos, ‘’monotonía de lluvia tras los cristales’’. Contemplaba las montañas grises, ásperas, coronadas por una niebla blanca, tierna, como de algodón. Ascendían a medida que el día se abría sobre un pueblo ‘’colgado de un barranco’’ donde los jóvenes del lugar aún festejaban el nuevo año.
Había retornado, por un instante, al paraíso de la infancia. Una dulce sonrisa inundó mi alma. Olía a tomillo y romero. El pueblo era otro. Más roca, más cal, más tierra. Los niños jugaban en las calles al trompo y a la comba. El campo formaba parte intrínseca de nuestro medio ambiente. La tierra era madre, amiga y compañera. Los animales se criaban en corrales y conocíamos perfectamente el tránsito de las estaciones. Las nochesviejas aún no habían llegado a convertirse en esta algarabía prefabricada de obligada diversión. El confeti de las mañanas de Año Nuevo eran la nieve que, alguna vez, llegaba temprana o la escarcha sobre el olivar. Los rebaños pastaban mansos entre jaras, ajenos al frío y a la lluvia. Y los Reyes Magos se esperaban con más ilusión que cargados de juguetes llegaban finalmente. Justo, el día antes de volver a las aulas donde un viejo profesor, melancólico, recitaba ”Llueve, detrás de los cristales llueve y llueve, … bajo los pardos tejados, sobre los campos…… llueve…”.

Hoy es 1 de enero de 2014. Recordando al viejo maestro, no sé si leo a Machado o escucho a Serrat. No sé qué fue de aquel buen maestro que nos enseñó a amar la POESÍA. Machado murió triste, exiliado y ligero de equipaje en Collioure. Y Serrat acaba de cumplir 70 años.
Ha pasado muuuuuucho tiempo desde aquellas mañanas de enero de los setenta. Todo ha cambiado muchísimo. O, tal vez, no haya cambiado tanto. Si hurgamos un poquito en el fondo de nuestros corazones, en el baúl de los recuerdos que se mantienen intactos en el alma, encontraremos escondido, temeroso, el niño que corría libre y feliz por aquellos campos, o por una playa lejana. Entonces, como ahora, aunque aún no lo habíamos descubierto, la libertad, la felicidad eran instantes. Son instantes, fugaces, que, como las estrellas, si no las captas en ese momento raudo, se diluyen, quizás, para nunca más volver. O, tal vez, si.
En fin, hoy sólo quería desearos muchas estrellas fugaces para este nuevo año que acabamos de comenzar.