Todavía no hace un mes que murió Elena y desde el mismo instante que tuve conocimiento de su estado de coma, prácticamente irreversible, no ha pasado un día sin que, por una u otra causa, piense en ella. Debo adelantar que tuve pocas ocasiones de tratarla, pero también he de reconocer que en los momentos en que coincidimos me enganchó su audacia, su sinceridad, su buen hacer y entrega, su simpatía. Su afán desmedido y entusiasta de construir y crear belleza.
Elena Moreno -hagamos una glosa de su corta vida- trabajaba ¿de animadora?, ¿de responsable de eventos?, ¿como técnica de relaciones públicas y protocolo en el Jardín Botánico de nuestra ciudad?. De todo hacía, sí, pero yo la definiría siempre como la mujer audaz, la conseguidora sin artificios, la luchadora incansable, la derrochadora de energía que demasiado pronto nos dejó sin más. ¿Qué podíamos esperar en tiempos de recortes y sequía?.
Era la cara innovadora del Real Jardín Botánio de Córdoba. Si paseas por allí percibirás su esencia, se palpa en cada brote. “Era su imagen y lo seguriá siendo”, dice Fran Foche de ella .
Pero la vida, la plenitud de vida de Elena Moreno, esa mujer peculiar con quien me hubiera gustado compartir historias, se apagó en los comienzos de este marzo del segundo milenio, a las puertas de una incipiente y cálida primavera que no pudo disfrutar y que, con su marcha, ha dejado huérfanos, no sólo a sus dos hijos, sino también a otras muchas personas que la querían.
En cuanto a mí, cuando supe de su muerte definitiva, me afloraron unos versos de Agustín de Foxá que leí por primera vez como elegía, hace ya muchos años, pero que desde la muerte cerebral de nuestra Elena comenzaron a martillearme la cabeza. No sólo por ella, que ya goza de otra dimensión -quiero creer que mejor que ésta- sino por los que quedamos aquí y por el abandono en que estas muertes nos dejan, pobres mortales que no sabemos, no conocemos ni entendemos el plan para que el que hemos sido concebidos y nos perturba que un golpe tan brutal tenga tan poco impacto en la naturaleza.
Este es el poema y los pensamientos que me acucian desde que Elena murió para esta vida. Pensaréis que son demasiado egocéntricos. Es verdad, pero creo que es así como yo pensaría, en el caso de que pudiera, si la vida me fuera arrebatada en estos momentos. Y aunque suene a pérdida y estas estrofas vayan cargadas de melancólica tristeza, quería compartirlas con vosotros.
Y pensar que después de que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja,
que he de marchar yo solo hacia el abismo
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
Hasta siempre, Elena. Allá donde estés, estoy segura, contagiarás a todos con tu vitalidad y con tu alegría.